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 Tarea Individual y Grupal  Construye tu reflexion

EL LENGUAJE CIENTÍFICO (Las matemáticas), LA DIVULGACIÓN 
DE LA CIENCIA Y EL RIESGO DE LAS PSEUDOCIENCIAS

Texto modificado y adaptado por Prof. Carlos G. Rengifo.

Para uso exclusivamente academico se respetan y reportan los derechos de autor

Desde su nacimiento sistemático en el siglo XVII, la ciencia moderna se convirtió en una fuente de perplejidades. Copernico, Kepler y Galileo estaban convencidos de que la naturaleza es como un libro escrito en lenguaje matemático. Pero el afianzamiento de la nueva física llevó con razón a dudar de que así se pudiera comprenderla adecuadamente. ¿Cómo explicar que unas construcciones teóricas, altamente abstractas y muy sofisticadas, se pudieran aplicar con éxito al mundo real? Esta pregunta se convirtió en una fuente de interrogantes que perduran hasta la actualidad.

TEORIAS DEL CONOCIMIENTO Y LA VERDAD CIENTIFICA

Racionalismo, empirismo y convencionalismo.  Descartes, en los albores de la ciencia moderna, había establecido que sólo un conocimiento demostrable según el modelo de las Matemáticas podría ser considerado como verdadera ciencia. Convencido de que esa ciencia existe, afirmó que sus bases deberían ser verdades evidentes acerca de las cuales no pudieran plantearse dudas, y edificó una nueva filosofía racionalista tomando como criterio básico las ideas claras y distintas. En el ámbito de la Física, la aplicación de su criterio le llevó a afirmar que la materia se reduce a extensión, negando la realidad de cualquier otra propiedad. Desde luego, así no se podía ir muy lejos. Aunque Descartes aportó alguna idea útil para la nueva ciencia, esta ciencia necesitaba un método mucho más sofisticado que el propuesto por Descartes.

En el siglo XVIII, el empirismo, llevado hasta sus últimas consecuencias por David Hume, afirmó que la validez de los enunciados universales no puede ser demostrada recurriendo a la experiencia, ya que ésta sólo proporciona datos concretos, y ningún proceso lógico permite pasar desde datos particulares a afirmaciones generales. La situación resultaba paradójica. En efecto, a pesar del indudable éxito de la ciencia, no sería posible afirmar que sus leyes proporcionan un conocimiento auténtico acerca de la realidad. Justamente cuando comenzaba a afianzarse la ciencia experimental, sus fundamentos parecían venirse abajo.

En su Crítica de la razón pura de 1781, Kant intentó salvar la contradicción. Estaba convencido, como Descartes, de que debían existir unas bases ciertas para el conocimiento científico. Además creía que la física de Newton era una ciencia verdadera y definitiva. Sin embargo, bajo el impacto de Hume concluyó que la inducción a partir de la experiencia no es válida.

 

Considerando que el escepticismo era inadmisible, encontró una solución original: puesto que los principios básicos de la ciencia no podían ser suministrados por la experiencia, tendría que admitirse que son proporcionados por el científico. En otras palabras, afirmó que el conocimiento humano se basa en un conjunto de conceptos y leyes a priori, o sea, independientes de la experiencia, y que proporcionarían el escenario donde se colocarían los datos de la experiencia.

 

A finales del siglo XIX y principios del XX, la formulación de las geometrías no euclídeas y de la teoría de la relatividad mostró que la física newtoniana no tenía la validez universal que Kant le atribuía. Henri Poincaré concluyó que, en realidad, las leyes científicas no son ni verdaderas ni falsas. Serían simplemente convenciones o estipulaciones que vendrían avaladas por sus consecuencias. Esta solución iba de acuerdo con el espíritu del positivismo de la época, que renunciaba a conocer las causas verdaderas de los hechos y afirmaba que la ciencia debía limitarse a establecer relaciones entre los fenómenos observables, descalificando cualquier pretensión ulterior como metafísica imposible.

El racionalismo crítico

En 1934, Karl Popper publicó su primer libro, en el que afirmaba que nunca pueden justificarse o demostrarse las teorías y que, sin embargo, el conocimiento puede aumentar mediante el examen crítico de las mismas. El procedimiento sería el siguiente: si bien la experiencia no permite demostrar la verdad de ninguna teoría, una teoría que contradiga a la experiencia debe ser falsa. Por tanto, nunca podríamos estar ciertos de alcanzar la verdad, pero en ocasiones podríamos detectar el error. El conocimiento progresaría gracias a la detección de errores y a la consiguiente formulación de teorías mejores. Pero las teorías siempre serían hipótesis o conjeturas que jamás alcanzarán la condición de verdades ciertas demostradas. Todo conocimiento sería conjetural, aunque pudiera ser progresivo.

El esquema básico del aumento del conocimiento seguiría, según Popper, el método de ensayo y eliminación de error. Las teorías no provendrían de la experiencia ni serían demostradas mediante ella. Así, Popper se sitúa en la línea de Kant. Sin embargo, a diferencia de éste, afirma que las teorías son creaciones libres que pueden modificarse, y no se basan en categorías fijas e inmutables.

En sucesivos trabajos, Popper estableció un paralelismo entre el progreso del conocimiento y la evolución biológica darwiniana. Ambos procesos seguirían el mismo esquema básico de ensayo y eliminación de error, con la diferencia de que, en la evolución, lo que surge y muere son los seres vivos, mientras que en la ciencia se trata de las teorías. En los dos casos se daría un proceso similar de surgimiento de nuevas estructuras, selección que eliminaría las menos adaptadas, y supervivencia provisional de las más competitivas.

En dos trabajos publicados en 1941 y 1943, Konrad Lorenz recogió la teoría kantiana de las formas y categorías a priori como condición de posibilidad de la experiencia, e intentó explicar cómo surgen esas estructuras en el proceso evolutivo de mutación, selección y adaptación. Afirmó que todos los vivientes poseen estructuras innatas de conocimiento, que son un resultado del proceso evolutivo y actúan como disposiciones heredadas que hacen posible la utilización de información y la adaptación. Como las estructuras kantianas, serían condiciones a priori del conocimiento; sin embargo, al ser productos de la evolución, no serían inmutables sino cambiantes. Además, el proceso evolutivo vendría equiparado al proceso de aumento del conocimiento, en cuanto que en ambos casos se trataría de la aparición de nuevas entidades sometidas a selección, eliminación y adaptación: los dos procesos seguirían el camino común de formulación tentativa y selección adaptativa.

Tal concepción es muy semejante al esquema básico de ensayo y eliminación de error utilizado por Karl Popper. En 1974, Donald Campbell desarrolló ese esquema desde una perspectiva biológica, utilizando por vez primera el título deepistemología evolucionista. Las ideas de Lorenz, Popper y Campbell fueron sistematizadas por Gerhard Vollmer desde 1975. El resultado es una perspectiva que desplaza la epistemología desde enfoques casi exclusivamente centrados en la Física hacia otros en los que la Biología ocupa un lugar central.

La epistemología evolucionista

La epistemología evolucionista se presenta como una perspectiva que pretende ser el avance más importante en la filosofía de la ciencia desde el siglo XVIII. Su idea central consiste en abordar los problemas de la teoría del conocimiento bajo la perspectiva de la evolución biológica. En concreto, a la pregunta original sobre la validez del conocimiento se responde recurriendo a la Biología: se dice que nuestro conocimiento corresponde a la realidad porque descendemos de otros seres que, a lo largo del proceso de la evolución, han desarrollado capacidades de percepción y aprendizaje adaptadas al entorno. De este modo, los interrogantes filosóficos antiguos reciben una respuesta que se presenta como científica. En este sentido, Vollmer afirma que "después de todo, la ciencia es filosofía con nuevos medios".

Desde luego, no hay dificultad en admitir que algunos problemas, considerados antes como filosóficos de un modo confuso, más tarde han sido abordados con éxito por la ciencia experimental. Basta pensar en las teorías antiguas acerca de la naturaleza de los astros o la composición de la materia. Tampoco es difícil reconocer que la ciencia experimental y la filosofía están más próximas de lo que a primera vista pudiera parecer, puesto que ambas buscan y obtienen un conocimiento de la realidad recurriendo a la experiencia y a los razonamientos lógicos. Incluso parece deseable que se restablezca la unión entre ambas perspectivas, dado que la fragmentación del saber en mundos incomunicados es una de las causas principales de las crisis de la cultura actual. Sin embargo, mayores problemas surgen si nos preguntamos por la validez del esquema básico de la epistemología evolucionista.

En efecto, para explicar el valor del conocimiento, ¿basta suponer que nuestras capacidades son el resultado de un proceso de selección y adaptación?, ¿permitiría ese proceso dar razón de la inteligencia, a la que se asocia la capacidad de formular teorías y someterlas a crítica racional?

Los intentos de explicar nuestras capacidades intelectuales mediante la evolución biológica llevan, una y otra vez, a callejones sin salida. Karl Popper afirma que en el hombre existe una capacidad argumentativa o racional que supera el nivel animal, pero a la vez intenta explicar cómo surgiría la mente humana en el proceso evolutivo a través de un proceso de emergencia.

 

Reconoce que hay pocos elementos disponibles y que debe contentarse con formular conjeturas muy hipotéticas. No puede menos de ser así, porque las capacidades humanas superan ampliamente el nivel de lo material. Popper así lo advierte, pero no da el paso que sería lógico: admitir la existencia del espíritu como algo que remite a algo situado más allá de la naturaleza y que no puede ser más que un Dios personal creador.

Quizá ese paso pueda parecer poco científico. Sin embargo, si se pretende estudiar al hombre con todo rigor, resulta inevitable. Desde luego, se trata de un paso que trasciende los límites de la ciencia experimental. Pero ello no autoriza a pretender explicar la persona humana prescindiendo de las realidades espirituales, como si esto fuese una consecuencia del rigor científico. El rigor exige más bien que, cuando se llega a las fronteras del método que se utiliza, no se traspasen esos límites.

Ref. Mariano Artigas- Publicado en: J. M. Ortiz (editor), Veinte claves para la nueva era. Rialp, Madrid 1992 - 2022

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